Mientras que el aprendizaje es un proceso de adquisición de nueva información (que da lugar a un cambio en el conocimiento del individuo, y por ende, en su conducta), la memoria es la capacidad para retener esa información. Ambos procesos, muy relacionados entre sí, participan activamente en nuestro día a día.
La memoria según su contenido se clasifica en declarativa (realizada de forma consciente) y no declarativa (de forma inconsciente). En concreto, en la memoria declarativa o explícita, la información almacenada puede ser de tipo semántico (significado de objetos, vocabulario o conocimiento general) o episódico (hechos, experiencias o eventos personales ubicados en el espacio-tiempo). Por su parte, la memoria no declarativa o implícita hace referencia a acciones, habilidades o destrezas aprendidas que se realizan de forma automática (como montar en bicicleta), asociadas a contenido emocional o por asociación-no asociación (como determinados miedos) que no se pueden verbalizar.
La memoria está formada por tres procesos básicos que actúan de forma secuencial: la codificación, el almacenamiento y la recuperación de la información. En la codificación, la información se analiza, registra y organiza para su posterior recuerdo. La consolidación o almacenamiento es el proceso por el que la información temporal se almacena de forma duradera. Y, por último, la recuperación se ocupa de los procesos de recuerdo de la información previamente almacenada. ¿Qué ocurriría si fallan la codificación o el almacenamiento? Sin estos procesos la información NO puede ser aprendida y, por tanto, es imposible que se pueda recordar en un momento posterior. Tampoco habría recuperación.
Estos procesos o capacidades de aprendizaje y recuerdo se van desarrollando durante los primeros años de vida. En algunos casos, la capacidad de almacenamiento puede ser reducida o la recuperación puede no ser del todo efectiva, de manera que pueden interfieren en el funcionamiento cotidiano y en el rendimiento académico de niños y niñas. En este sentido, se pueden producir los llamados “despistes”, como por ejemplo olvidar de forma rutinaria coger el bocadillo para el recreo, no recordar lo que se ha hecho durante el fin de semana o quedarse en blanco en un examen.
¿Es posible trabajar para reducir esos despistes? Por suerte, la memoria puede fortalecerse si se utilizan las estrategias adecuadas. Organizar el contenido que se quiere aprender (mediante esquemas) o proporcionar más tiempo para la adquisición de la información son ejemplos métodos útiles que favorecen el aprendizaje. Otra forma de mejorar esta función cognitiva de forma lúdica podría ser manteniendo conversaciones con ellos, en las que por la noche se cuente todo lo ocurrido durante el día, o recordando anécdotas curiosas o divertidas que sucedieron en situaciones pasadas. Además, existen múltiples juegos con los que potenciar la memoria como "Memory Game, el Cucú tras o Distraction", que resultan más motivantes y atractivos para niños y adolescentes.
Referencias bibliográficas:
Aguado, L. (2001). Memoria y aprendizaje. Revista de Neurología, 32(4), 373-381.
Bilbao, A. (2015). El cerebro del niño explicado a los padres. Barcelona: Plataforma Editorial.
Caracuel, A., Santiago-Ramajo, S., Verdejo-García, A. y Pérez-García, M. (2014). Rehabilitación neuropsicológica de la memoria. En A.L. Dotor y J.C. Arango (Eds.), Rehabilitación cognitiva de personas con lesión cerebral (p. 105-119). México: Trillas.
Martín, P. y Vergara, E. (2015). Procesos e instrumentos de evaluación neuropsicológica educativa. Madrid: Ministerio de Educación, Cultura y Deporte.
Pérez, E. y Capilla, A. (2008). Neuropsicología infantil. En J. Tirapu, M. Ríos, F. Maestú (Eds.), Manual de Neuropsicología (p. 441-470). Barcelona: Viguera.
Rosselli, M., Matute, E. y Ardila, A. (2010). Neuropsicología del desarrollo infantil. México: Manual Moderno.